Así como yo no puedo adquirir una hipoteca sobre una cosa que me pertenece, así se extingue la que tenía sobre una cosa que he adquirido después,"quia res in casum inciderit a quo incipere non putuisset". L. 29, Dig. "De ping. act" y L. 45, Dig. "De reg. juris".
Hablamos precisamente de la calidad de irrevocable en el dominio adquirido, porque no siéndolo así, la hipoteca no se extingue.
La dación en pago, por ejemplo, no extingue el crédito antiguo y sus accesorios, sino cuando hay una traslación irrevocable del dominio.
Podemos decir en principio, que las hipotecas que afectan los bienes posteriormente vendidos a terceros, no han sido canceladas por el acreedor sino bajo la condición tácita de adquirir irrevocablemente la cosa que se le ha dado en pago. Bajo esta misma condición el deudor transmite sus derechos a terceros, pues no puede transmitir otros derechos que los que tiene. Regla 12, tít. 34, Part. 7ª.
Así podría decirse generalizando el artículo, que cuando la obligación se extingue por la dación en pago, y con ella la hipoteca, ésta debe revivir si el acreedor es vencido en el dominio de la cosa recibida en pago.
Los principios del derecho confirman sin duda esta consecuencia, pero ella está completamente modificada por otro principio en materia de hipotecas, cual es la publicidad de éstas y su registro en la oficina especial para ese objeto.
Desde que el registro de la hipoteca es chancelado, el derecho hipotecario no existe aunque hubiese revivido la obligación principal, y los terceros han podido constituir hipotecas en el mismo inmueble, y no pueden ser perjudicados por hipotecas que no estaban registradas. Si el dominio llega a revocarse, el acreedor que ha hecho la chancelación de la hipoteca por haber recibido las cosas en pago, tiene la acción de evicción de la cosa en cuyo dominio ha sido vencido, o la de que se le garantice nuevamente con otra la hipoteca el antiguo crédito.
En el caso del artículo, las circunstancias son diversas, pues no hay chancelación de la hipoteca: queda registrada como lo estaba, su extinción no depende de acto alguno, sino que sucede "ipso jure" desde que el acreedor adquiere el dominio del inmueble sometido a la hipoteca. Si este dominio se revoca por cualquiera causa, la hipoteca queda anotada y registrada en el registro de hipotecas, y revive entones sin perjuicio de los derechos de tercero.
TROPLONG y DURANTON han tratado perfectamente la materia, el primero en el t. 4, desde el núm. 847 y el segundo en el t. 20, desde el núm. 335.
El sistema hipotecario ha sido de tres siglos, acá el objeto de los más serios estudios por los gobiernos y jurisconsultos de diversas naciones.
Se comprendió desde un principio que era indispensable asentar la propiedad territorial y todas sus desmembraciones en bases completamente seguras, pues sino se conocían las mutaciones que ocurren en el dominio de los bienes, el acreedor hipotecario no podría tener las garantías necesarias.
Se juzgó pues indispensable que constara en registros públicos la genealogía, diremos así, de todo bien inmueble, las cargas que reconociese, y las limitaciones que los contratos u otros actos jurídicos hubieren impuesto al dominio privado.
Con esta mira se han creado registros públicos en muchas naciones, en los cuales las leyes mandan inscribir los títulos traslativos del dominio de los inmuebles, los títulos en que se constituyan, modifiquen o extingan derechos de usufructo, uso o habitación, enfiteusis, censos, hipotecas, servidumbres, las sentencias ejecutoriadas que causen mutación o traslación de propiedades de bienes inmuebles, los testamentos que transfieran bienes raíces al heredero o legatario, las adjudicaciones de esos bienes en particiones aprobadas, los arrendamientos de las fincas que excedan de un cierto número de años, la anticipación de alquileres, de las cláusulas de restitución o reversión en las convenciones de bienes inmuebles, las reservas o condiciones que lleven consigo, la revocación, resolución o suspensión de la libre facultad de disponer de la propiedad; en fin, toda obligación que grave la propiedad territorial o que dé sobre ella un derecho real.
Para dar cumplimiento a leyes de esa importancia, se han dictado los reglamentos más prolijos, se ha hecho un verdadero código del que nacerán más cuestiones que las que por esas leyes y reglamentos se han querido evitar. Basta ver la ley hipotecaria de España los reglamentos que la acompañan, las explicaciones y comentarios que lleva, para comprender las dificultades a que dará ocasión todos los días.
En algunas naciones, como en Francia, se ordena, no la mera inscripción de los títulos expresados, sino su transcripción literal, lo que sería entre nosotros sumamente dispendioso.
La inscripción de los títulos se pone a cargo de un oficial público que debe hacer un extracto del título que deba inscribirse.
Los títulos que no estén inscriptos no perjudican a terceros, y así si un propietario enajena una finca por escritura pública y da la posesión, mientras no haya inscripto el título podrá enajenarla a otro.
Pero entre tanto la inscripción no valida los actos o contratos que sean nulos con arreglo a las leyes.
Un acto de enajenación no constituye la prueba del derecho del que enajena, ni por consiguiente del derecho del que adquiere, pues que nadie transmite más derechos que los que tiene. Los títulos inscriptos, pues, pueden ser anulados, ya por vicios intrínsecos, como falta de capacidad de los contrayentes, o por falta de verdadero consentimiento, o por vicios de forma.
En algunas naciones se ha creído que se podía liquidar la sociedad en todos sus bienes raíces, y se ha mandado inscribir todos los títulos existentes sobre dichos bienes.
En otras se han fijado diversos plazos para hacerlo de dos, diez y veinte años.
Otras han ordenado que la inscripción sea voluntaria, y que vaya haciéndose, a medida que vayan transmitiendo o gravándose los bienes raíces.
No conocemos los resultados de un sistema tan vasto, ni calculamos su extensión en pueblos en que puede ser tanta la subdivisión de la propiedad por la ley de las sucesiones.
Entre tanto, en naciones como la Francia, en que no sólo se exige la inscripción de los títulos de los inmuebles y de todas sus desmembraciones, sino que es necesaria la transcripción íntegra de ellas, se dejan subsistentes, sin embargo, las hipotecas tácitas de las mujeres casadas y las de los menores: suficiente para hacer inútil todas las reformas del sistema hipotecario.
Nosotros no nos hemos decidido a proponer leyes semejantes.
Creemos que sólo debía hacerse lo más indispensable: reglar de una manera precisa los derechos hipotecarios y concluir con las hipotecas legales hasta que la experiencia y el ejemplo en otras naciones, nos enseñen los medios de salvar las dificultades del sistema de inscripción de todos los títulos que hemos mencionado.
El cuidado de la legalidad de los títulos que se transmitan, queda al interés individual siempre vigilante, auxiliado como lo es en los casos necesarios, por los hombres de la profesión.
Si aun así quedan algunos embarazos al sistema hipotecario, diremos que las leyes que crean los registros públicos, tampoco han alcanzado a salvarlos todos, a pesar de los costos y dificultades que imponen a la transmisión de todos los derechos reales.
La inscripción no es más que un extracto de los títulos y puede ser inexacta y causar errores de graves consecuencias.
La inscripción nada garantiza ni tiene fuerza de verdadero título, ni aumenta el valor del título existente.
Apenas fija en cabeza del adquirente los derechos que tenía su antecesor; no designa, ni asegura quién sea el propietario, a quien verdaderamente pertenezca la cosa.
Si fuese posible por ese sistema la legitimación de la propiedad, el examen justificativo debería confiarse a una magistratura que conociera la verdad de los actos y sus formas necesarias, pero entonces se transformaría su jurisdicción voluntaria en contenciosa, sometiéndose la voluntad libre de las partes a una autoridad que ellas no habían reclamado.
Lo que prescriben las leyes de los Estados que han creado los registros de las propiedades para salvar la ilegitimidad de los títulos, ataca en sus fundamentos el derecho mismo de propiedad.
Si el oficial público se niega a registrar un título por hallarlo incompleto, ¿puede el interesado ocurrir al juez ordinario y comenzar ante él un verdadero juicio sobre la propiedad? ¿Pero con quién litiga el propietario que está en pacífica posesión de su derecho, aunque sea por un título que no esté bajo las formas debidas, o que aparezca con un vicio, por ejemplo, la incapacidad para adquirir o transmitir derechos reales?¿Qué género de pleito será ése que no tiene contradictor alguno a la propiedad? ¿Cómo obrará el Poder Judicial, sin que el interés de las partes venga a solicitar su intervención?
Entre tanto, el título no podrá registrarse, ni se podrá imponer una hipoteca en esa propiedad, aun cuando lo quieran el acreedor y el deudor.
En un país como el nuestro, donde el dominio de los inmuebles no tiene en la mayor parte de los casos títulos incontestables, la necesidad del registro público crearía un embarazo más al crédito hipotecario.
El mayor valor que vayan tomando los bienes territoriales, irá regularizando los títulos de propiedad, y puede llegar un día en que podamos aceptar la creación de los registros públicos.
Hoy en las diversas provincias de la República sería difícil encontrar personas capaces de llevar esos registros, y construir el catastro de las propiedades, y sus mil mutaciones por la división continua de los bienes raíces que causan las leyes de la sucesión, sin sujetar la propiedad a gravámenes que no corresponden a su valor para satisfacer los honorarios debidos por la inscripción o transcripción de los títulos de propiedad.
CAPITULO VIII
De la cancelación de las hipotecas
No hay comentarios:
Publicar un comentario